Bajo la fuente de Cibeles
He trabajado tanto esta semana que siento la noche caer sobre mí, exprimir mi cuerpo, comprimirlo por un par de horas para luego el día reventarme la cara con la luz y decirme que tengo que levantarme, hacer café, desayuno, tomar el bus y sonreír. Así se han sentido los últimos días, y el nuevo trabajo (también de camarero). Que no dista mucho del anterior, y quizás tampoco diste del siguiente, todos son iguales, en todas partes al mismo tiempo, es lo mismo.
Lo que nunca deja de ser interesante es la gente, sus peculiaridades, sus lógicas, y sus deseos enrevesados, casi una obra de arquitectura experimental. Quizás por eso los psicólogos siempre hablan de la complejidad del ser humano, y de su extraña manera de relacionarse con el mundo.
El procedimiento para servir es simple, dices «hola y adiós» porque unos entran y otros salen, te acercas a la mesa, sonríes y preguntas qué quieren, y ahí se complica todo, la bóveda del deseo te muestra su clave, pero es demasiado perfecta, demasiado precisa y cualquier error puede llevarte a estar en la cripta del Banco de España, bajo la fuente de Cibeles contando los segundos que faltan para que se inunde la recamara.
«Yo quiero un café descafeinado templado, con leche de soja en vaso de cristal» y en una mesa de cinco, que todos se ríen y conversan, que los niños del fondo corren por todo el lugar y tienes el peligro de chocarlos, que hay un loco que viene todas las mañanas se siente en una de las mesas del centro, abre un manual de teoría administrativa y lee en voz alta, mientras desde atrás tu compañero corre de un lado a otro, monta y pone cafés sobre la barra y también tu memoria tiene que recordar para quienes eran… se vuelve todo un truco de equilibrista, un castillo de naipes a punto de colapsar.
Sientes por momentos el advenimiento de la caída, que algo ebulle, clama explotar de risa o de ira, y se tensa a veces por horas, a veces por día, pero eventualmente revienta la cuerda, y alguien grita, golpea algunas monedas sobre la barra de mármol y reclama que fue olvidado, que su café llegó frío que su comida se desvaneció y nadie puso el plato delante de él/ella. Y mientras agitan aun mas sus monedas, e indignan a otros clientes, de repente el olor a quemado cobra sentido, la quemadura en tu mano producto al metal caliente se siente personal y punitiva.
Hasta que llega la tarde, y ya no hay nadie porque es la hora de la siesta y solamente del otro lado de la barra hay una señora pija de unos 80 años que te cuenta algo irrelevante mientras tú limpias la vajilla acumulada y miras el reloj rogándole a Dios que se acabe el turno.