El triángulo de las heridas

Ilustración de Javier Ale Vila

El primer trabajo que tuve fue como ayudante de carpintero, lo hacía los fines de semana y el empleador era mi padre. Tenía quizás catorce o quince años y aun con mi alergia respiraba aquella dosis de polvillo de lija como drogadicto profesional. Mi pasión era ver cincuenta pesos en la mano luego de que mi papá terminara el trabajo y me pagara por mis servicios. No era ni horrible, ni inhumano, mucho menos explotación infantil, aquella paga escueta constituía una base de ahorro para mis vacaciones, era julio en un campamento, y agosto un viaje a la playa.

Las heridas y los cayos venían con el oficio, dolían, molestaban, pero nunca impedían que durante la semana me sentara a escribir. A los dieciséis mi padre se mudó de ciudad y lamentablemente cesaron nuestras actividades mercantiles, no podía lijar muebles por videollamada, ni siquiera existían las videollamadas. No me quedó más opción que enfocarme en otros sectores, como el del reciclaje y la venta de materias primas. Poco a poco construí mis actividades económicas en otras áreas y antes de terminar la carrera ya trabajaba como profesional y hasta pluriempleado. Mi trabajo manual era sentarme frente a la computadora y presionar las teclas, escribir, crear campañas de marketing, diseñar. Incluso cuando llegué a España tuve el lujo tremendo de tomar las mañanas con calma, hacer un café y sentarme en una de las terrazas de la casona a trabajar en mi novela, viendo por encima de los árboles la cumbre de la montaña de Monserrat. 

Ahora llevo mucho tiempo sin verme las manos, fue Martine la que las inspeccionó e hizo un mapa de irreverentes quemaduras que no han dejado de doler y mostrarme como se ve mi carne. En ese mapa caen las quemaduras de los trabajos pasados, las quemaduras de los trabajos presentes, pero nunca las llagas en mis dedos por escribir, porque la fábrica de palabras poco a poco ha tenido que cerrar departamentos por falta de capital, escaza liquides y tenues, muy tenues regalías.  

Por otro lado, las quemaduras se apilan una sobre otra, y una vez toco el metal caliente en un lugar, mi mano de alguna forma vuelve allí, y las cremas ayudan pero a veces son tantas quemaduras en un mismo sitio que luego la zona se hincha, hay pus y tengo que exprimirme el dedo y ver el supurante líquido de llegar a un lugar y no ser nada más que un camarero, (y para mi suerte un camarero). Lo más interesante es que una de las cicatrices ha querido ser irónica y entre el anular y el meñique se ha formado un corazón algo deforme pero reconocible.

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