Se fue la luz en todo el barrio

A las 12:33 del mediodía estaba sentado en la terraza de mi trabajo. Comía una hamburguesa y hablaba por teléfono con mi madre. Las llamadas con Cuba suelen fallar, le di poca importancia a que la voz se empezara a perder en el “pi-pi” de conexión inestable. Colgué y envié entonces una nota de voz: “Mamá se escucha muy mal”.
Quizás dos minutos después me llegó un olor a combustible quemado, petróleo o gasolina, un olor intenso que se me metía por la nariz y me daba tos. Pensé en que quizás descargaban combustible en alguna parte del centro comercial y simplemente agarré mi bandeja y me metí dentro.
Oí a una compañera decir en tono de broma “hoy no se trabaja”.
Alrededor de las 12:45 se había verificado que todo Orense está sin luz y poco a poco fluían los rumores de que el apagón era en toda España, Portugal, y también Francia. A la una de la tarde, el internet empezaba a desaparecer y los mensajes de WhatsApp entraban a cuentagotas, como si la dosis de mundo se hubiera racionado a poquito para todos. La vida tiene cosas parecidas en todas partes. Era un apagón en España, en el primer mundo, en el lugar donde esas cosas no pasan. En la carretera que bordeaba al edificio y conectaba con las autopistas de entrada a la ciudad comenzaban a acumularse los coches, poco a poco se formaba un embotellamiento épico.
Al cabo de la hora se hizo evidente que la electricidad no iba a volver, que las prisas del viejo continente no servían de nada, el jefe nos dejó marchar y la tarde se escurrió entre noticas. El hábito lector me salvó y la novela que tenía a medio camino se hizo casi camino completo. La luz apareció un par de horas y tuve un acto reflejo tercermundista: tengo que cocinar porque puede irse de nuevo.
En veinte minutos había hecho una digna pasta con algo de pollo y chorizo, suficiente para comer y hasta para guardar. A los primeros bocados de mi comida la corriente había desaparecido. Se me ocurrió ir al supermercado, necesitaba café, queso y jamón, eso y pan eran más que suficiente para el típico pensamiento: por si acaso.
Lo único malo fue que desfilé por varios supermercados en que sus trabajadores hacían tertulia en las puertas y como el resto de la ciudad discurrían por todas partes sin saber qué hacer. Peregriné nuevamente hasta el centro comercial para ver que el Gadis del primer piso, solo estaba vendiéndole a las personas que tenían efectivo y yo que quizás me había adaptado demasiado rápido al primer mundo, solo tenía las tarjetas y Google Pay.
Vaya, en buen cubano: “out por regla”.
Sabía que un par de amigos habían ido al río y se me ocurrió irlos a buscar allí, pero no estaban y de repente ni el cuentagotas de internet iba, una llamada de mi novia se filtró de milagro y lo poco que duró solo pude más o menos decirle qué pasaba o lo que yo sabía. Ella intentó entonces leerme algunas noticias, pero solo fue el intento.
Me quedé un rato mirando el río, la gente y me di cuenta que el agua había bajado muchísimo, que el caudal era casi nada, como si las puertas de la presa río arriba se hubieran cerrado por completo.
A las diez de la noche ya la oscuridad había dominado todo, entonces todo parecía el comienzo de la clásica película apocalíptica del primer mundo.