¿Comer o soñar? dijeron en la Isla

Reseña de la obra teatral “El collar” por Lester F. Ballester

Llegué como un inglés, justo a las 5, justo a la hora en que empezaron a cantar. Decir cómo llegue es surrealista, decir que llegué porque me guiaron sus voces pudiera ser hasta mentira, lo más creíble sería decir que es una mentira, pero no, llegué como un inglés, a las 5, bajo el mapa de unas voces:

“Carpintero, carpintero que ahora vas a trabajar

dime todo, dime todo, lo que necesitarás”

Y yo no era un niño, nadie en la multitud era un niño, pero allí estaba la gente coreando un recuerdo, coreando un álbum de fotos. No hubo un señor de voz densa y formal que dijera “respetable público la obra va a comenzar”, sino que eran las manos, los ojos de los actores los que señalaban una puerta, un lugar común, un destino en el que yo era parte del viaje, el asiento de al lado en el avión.

Poco a poco entré a una casona apuntalada, con vigas que no eran de madera, sino de gritos, con ventanas clausuradas porque como todos sabemos hay muchos problemas afuera, con una distante voz que una y otra vez pronunciaba un nombre pidiendo ayuda. Poco a poco vi el martillo del tiempo, y el despiadado filo de la hoz, porque la muerte usa una hoz.

Anduve en medio de reproches, de problemas de conexión, del flujo constante de los años, y la interpretación que hemos hecho de la familia, pero según nuestro modelo nadie debe estar lejos. Recordé la afición nacional que es ir a ver los volcanes y casi casi descubrí que el nombre de todos podía ser Diego.

“El collar” es una suerte de memoria, un fragmento de tiempo visto en el Cinema Paradiso como si fuera una película en blanco y negro. «No cedas a la nostalgia» decían en la cinta italiana, «¿comer o soñar?» dijeron en la Isla con la maldita circunstancia del agua por todas partes.

Todo en la obra transcurre de manera trascendente, el principio no es el principio, los gritos no son en vano, el calor que azotaba (no intencional a mi entender) me recordaba el discurso maquiavélico de la “resistencia creativa”.

Hablar de elementos formales, de las particularidades de la puesta en escena, del vestuario, del manejo del espacio y del trabajo actoral creo que no me corresponde a mí, o por lo menos el criterio final no lo tiene mi juicio. Lo que sí puedo decir es que “El collar” es una pieza sensorial, una atmósfera envolvente.

Si algo me queda de la obra es el llanto de una mujer que del otro lado del círculo, recostada a la pared, escurría una lágrima larga y silenciosa que solamente la podía tocar el viento. Quizás su hijo se fue, o su mano se soltó de la soga en el Río Bravo, quizás la lágrima se haga lluvia y llegue a él.

PD: Gracias Adrián.

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