El clan del Golfo (I)

Ilustración de Javier Ale Vila

Andy es un joven que sufre el hastío de vivir en Cuba, siente que se ahoga, que cada día su vida se reduce y su futuro importa menos. Está en un punto de inflexión en el que sabe que tiene que hacer algo para escapar, de lo contrario su vida nunca será diferente. La solución que encuentra es drástica, pero es su única salida.

«El clan del Golfo» es un cuento largo que he decidido publicar en 5 entregas, esta es la primera.

7:00 pm

Con los pies apoyados en el dienteperro siente como la Isla le duele, como cada esquina puntiaguda presiona su carne y le hace pequeñas heridas sangrantes. Lleva casi tres horas frente al mar. Tiene hambre, un hambre vigente que parece nunca terminar. A veces cuando los días son intensos siente que su cuerpo no aguanta, que en cualquier momento se va a caer, como sueña que caiga el gobierno del país.

Hoy la tarde es serena, no hay nubes en el litoral, solo un intenso color naranja que se funde con el horizonte. Lleva la tarde entera así, pensando en otra vida y echándole la culpa al puto mar, y a los yankees que no hicieron un túnel submarino de Key West a La Habana. De haber hecho el túnel ya medio país se hubiera ido. No muy lejos de él hay un pescador. Andy está convencido que ambos piensan lo mismo, quizás porque lleva más tiempo en la costa y ni una guacharita ha cogido. Pobre, esta noche no come.

Cuando las sombras son evidentes, se arrodilla en el dienteperro y mete las manos en el mar; como si el Atlántico fuera el lavamanos del mundo, se estruja la cara con el agua salada y mete la cabeza como avestruz en tierra. Con el pelo chorreando sobre sus hombros da media vuelta y se larga de la costa, aún no se ha quebrado la delgada línea que separa la ciudad del océano, los hoteles aún no han podido colonizar la roca áspera y cruda, aunque no muy lejos se levantan los nuevos rascacielos. Los hombres de las grúas no se detienen, trabajan turnos de 8 horas las 24 horas. Andy los observa, los constructores corren contra el tiempo, desde arriba seguro hay algún barrigón que los apura todas las mañanas, porque desde más arriba hay otro barrigón que le grita que este año están llegando menos yumas a la Isla. No se pueden perder los dólares que se van a usar para la educación, eso dicen en el noticiero.

Mira la hora, casi son las 8 de la noche, tiene que apurarse. En la avenida agarra la primera máquina que grita «¡Parque de la Fraternidad!».

Los viajes por La Habana son siempre subjetivos, uno puede ver todo tipo de especímenes buscando su lugar, su sitio en la capital. Hippys, freakis, bohemios, reparteros, chulos, putas, dirigentes, agentes de la seguridad, militares… las calles son una pasarela. Esta es la hora de salir del trabajo, la hora donde la ciudad se pone a media luz, y las vallas comunistas dan mensajes de bien público, y en la emisora que trae puesta el botero se escucha una propaganda hablando del uso racional de la electricidad y otras mierdas que no han logrado solucionar nada. Es la hora donde se ve a la gente con las puertas y ventanas abiertas sentados a la mesa, comiendo. Cuando algunos edificios se iluminan y se ven a algunos viejos abanicándose en los balcones, o un grupito de muchachitas de preuniversitario yendo para alguna fiesta.

Andy pasa frente al Capitolio. Le parece mentira que en un año su vida haya cambiado tanto. Hace unos meses estaba encaramado en la cúpula sustituyendo piezas de yeso y viendo como los rusos le metían oro al domo. Pero a veces a uno le toca joderse, a él le había tocado. Ahora trabaja en una dulcería de suburbios decorando cakes, siempre con peste a huevo encima.

—Hasta aquí llego. —El chofer frena y extiende la mano para coger el pago de la gente.

12:15 am

Con el sudor destilándoles por la frente los 17 hombres del viaje hacen el silencio más absoluto y sacan la lancha de un almacén. Armada con todas sus partes aquella cosa de 12 metros de largo y 5 de ancho les saca hasta el último aliento. Allí no hay grúas ni entramados accesorios que puedan ayudarlos a montar el bote en la parte trasera del camión. Es pura fuerza y un poco del Arquímedes escolar, que les enseñó a todos que con una palanca se puede mover el mundo. Justo como si lo estuvieran haciendo en tandas de conteos regresivos, y con un posible prolapso, intentan escalar la mayor altura de sus vidas: la distancia entre el suelo y la cama del remolque. Poco más de metro y medio en el que todos, con las venas reventándoseles, y las manos rojas de las sogas tratan de subir su futuro.

Mientras los hombres sueltan la sangre en forma de sal y agua, las mujeres del otro lado de la calle suben poco a poco en otro camión las cosas para el viaje.

– ¡Ayúdennos! –Grita el Chino.

La noche vacía hace que retumbe la voz avance y se hunda en el precipicio que queda a las espaldas del barrio, un precipicio que es el fondo del zoológico. La voz es suficientemente fuerte y llorosa que, en ese precipicio, casi al final un león lo escucha y ruge pensando que otra bestia quiere entrar a su territorio. La punta del bote ya está arriba, pero media tonelada se ha desplomado sobre los ya endebles brazos de los hombres del viaje.

Cuando lo que queda del rugido del león es solo el sonido fantasma en los oídos, el miedo terrible que se le mete a la gente en el cuerpo, el animal de hierro y propela ya está dentro, resguardada de las miradas curiosas. Pero en el piso tratando de disipar la fatiga están todos. La gente siente que los brazos le arden y tienen un fuego que les quema el interior de los músculos y de vez en vez toca los huesos. Carlos, el líder del grupo, se para y aun sofocado mira el reloj. Son las 2:00 de la madrugada, llevan casi dos horas para lograr ese último esfuerzo.

— ¡Hora de irse! —Ya le importa poco si lo oyen. —Sofía te vas en el camión de la lancha. Cualquier cosa que veas en el camino me llamas.

Andy observa a su hermana asentir y obedientemente treparse en la cabina del kamaz. Él se junta con el grupo y uno a uno comienzan a subir al otro carro con un contenedor en la parte trasera, 23 almas van a esconderse de la Cuba miserable hasta llegar a la playa. El kamaz que lleva la lancha sale primero, casi con 10 minutos de diferencia. Cuando ya todos están arribas, las puertas del contenedor se cierran, y una oscuridad tan intensa como la que habita en el fondo del mar los envuelve. No hay palabras, ni conversaciones escuetas, solo la luz de un celular que se enciende ocasionalmente para mirar la hora. Andy presta oído al camino, a las cuervas, los baches, al salto en el estómago y al silencio casi total. Finalmente, al mar chocando contra las piedras.

—Estamos atrasados. —Carlos fríe huevos con la boca.

El camión se detiene, y en el breve espacio en el que el motor está apagado y ninguno de los viajeros se ha levantado de su sitio, se escucha con total claridad como un océano limpio y perfecto moja a Cuba una vez más. Las puertas del contenedor se abren y solo están ellos, y Sofía, que a los pies del mar espera.

—Manos a la obra. —Dice alguien.

El camión de retroceso se mete a la playa, hasta donde las olas de la madrugada mojan las gomas. A partir de allí varias manos lanzan desde el remolque dos enormes tubos que se meten tan adentro del mar que pronto se traza un puente al agua, suficientemente largo como para que la lancha bote como cualquier barco medieval. En el agua, varios hombres desde la distancia esperan a que una mano corte le soga y la lancha se deslice hasta recibir su bautismo. Todos esperan que aquel invento resista las 90 millas más largas creadas por Dios. Dentro del bote está lo necesario para tres días de travesía.

Todo está a oscuras, no hay corriente. La comunidad cercana yace en penumbras, el apagón siempre trae silencio. La gente no ve nada porque no tiene luz, pero lo escucha todo porque el vacío sonoro trasciende y cualquier cosa que lo rompa puede ser interpretada como la noche permita.

Voces aisladas llegan por momentos, fragmentos de palabras sin sentido. Atrás, en el terraplén se escucha el traqueteo de una bicicleta china y el de un hombre que encima de ella lucha contra el fango viejo para tratar de ir hacia algún lado. Los prófugos no se detienen. La mano negra corta una a una las sogas que sostienen el bote, algunos en el agua chiflan, desde tierra el camionero responde. La mano enciende y apaga una luz. La luz viaja y se ve del otro lado de la bahía, donde un grupo de muchachos de excursión acampan. Los ve una pareja que dentro de una de las tiendas de campaña hace el amor los más callado posible, pero que de gemido en gemido espantan la levedad de los cuerpos solos, y en uno de los ir y venir, la muchacha que galopa, sudorosa y jadeante ve el parpadeo continuo.

—Soñemos que nos vamos del país. —le susurra a su amante al oído.

Aquel ir y venir se vuelve jugoso, puro apetito y humedad donde ambos se sienten sumergidos en el mar, un mar en el que la muchacha siente como se le mete tan adentro que le toca la garganta y la ahoga.

En lo que a la pareja del otro lado de la bahía les llega el orgasmo, y siente que lo mejor de su vida acaba de suceder. Los prófugos, del otro lado reciben a “La niña”, la buena lancha cubana, modelo clásico de los 90, puro homenaje a Colón. Todos están en esa hazaña con boleto de ida, incluso de ida a la muerte. El cañaveral cercano se mueve con una brisa, brisa en la que desaparece el traqueteo de la bicicleta china, los murmullos de palabras inentendibles y las luces parpadeantes. La lancha choca contra el agua, se escucha un crujido, pero ella se desplaza serena, indemne en la bahía. Los hombres ranas con casi una hora en el mar se suben poco a poco al bote. Solo son sombras, siluetas. En un espigón cercano está el resto del grupo, seis mujeres y dos viejos temerarios que no quieren ver la muerte en Cuba. La mano negra se vuelve cuerpo, asoma a la leve claridad de la luna y con otro haz de luz informa al chofer del camión que la tarea está cumplida. En el agua otro motor echa a andar y se escucha nítido el chapaleteo de una propela. 

Andy se lanza a nado y el camionero acelera. Una rápida maniobra saca el remolque y lo pone de vuelta en el terraplén. A baja velocidad busca la autopista y amasa los 50 mil pesos ganados por el viaje ilegal, pronto será otra rastra transitando por la madrugada con la levedad de una excusa. Nadie sabrá nunca que acaba de comisionar a más de 20 personas en uno de los rituales de escapes más notorios del país. Los prófugos de la isla habían comprado a buen precio el silencio del viejo militante del Partido, que par de años atrás cuando su diezmado salario de transportista estatal dejó de rendir, solo encontró lo ilícito para salvar a su familia del hambre.

Andy en el agua, da unas brazadas hasta alcanzar al bote. A medida que se aleja el camión solo queda un sonido escueto, y algunas conversaciones maltrechas.

—Oye… ya se van. —Dice una voz que viaja y les llega.

Se escucha como si fuera al lado, pero seguro es la de alguna pareja de pecadores que esquinados en la bahía ven como otros tantos se van. Tocando el metal de la lancha, la mano negra pide ayuda y el brazo viejo que se extiende para ayudarlo a subir es el del timonel, un hombre canoso y blanco al que le gusta que le llamen Gustavo, ducho en pescar marlines y capitán de barco por más de 30 años.

Andy cada día que se iba a trabajar con ellos, lo escudriñaba de lejos con una mirada analítica, un poco inquisidora. Aquel hombre se parecía de una manera tremenda a su abuelo gallego, o que decía que era gallego. Era el anciano que había muerto cuando él era niño pero que siempre recordaba. Gustavo era de palabras cortas, el hombre decía que el mar hacía eso, tanta vastedad lo dejaban a uno mudo, ¿quién podía rebatir aquello?

Andy una vez arriba, destilando agua, piensa que es mejor enfocar la mente, dejar de divagar tanto. A la larga Gustavo es casi un Hemingway cubano, si alguien puede llevarlos hasta el destino es él. El hombre no cazaba submarinos Nazis, ni traficaban armas para rebeldes, pero escapaba del hambre, la desidia y la muerte. Que son igual o peor que aquello.

El bote se ladea y medio se pega al espigón, los viajeros que faltan suben ágiles. Con todos abordo, uno de los cuatro hombres del fondo, entre los cuales se encuentra Andy, enciende una pantalla. Una luz pálida pero evidente deja ver un mapa satelital del estrecho de la Florida, un punto rojo aparece en el mapa, y tocando Key West como destino pronto aparece un cartel que anuncia: RECALCULANDO. El bote movido por las olas, y con el motor en baja parece una barca a la deriva. Todos callan, nadie se atreve a decir palabra, como si el silencio y el conjuro de las bocas cerradas fuera la causa directa para que el aparato diera un rumbo.

Hasta que finalmente lo da, y en el pueblo se encienden las luces, y el faro de buenas a primeras echa a andar.

—¡Lo tenemos! —grita el tipo del GPS. — ¡Dale! ¡Dale!

Gustavo acelera el motor de Kamaz ruso a tal punto que la lancha despega en la noche; en ese momento, todos y cada uno de ellos se siente indetenible. Un flechazo de luz proveniente del faro los alcanza y por un momento ven, igual que la luz, pasar el miedo. Pero lo ven de manera tan apresurada que pronto es olvidado y solo les interesa la tranquilidad del mar para correr todo lo que pueda correr el bote.

A medida que se adentran aumenta el oleaje, y la profundidad del fondo es tal que sienten que pueden ser engullidos por el gran azul. El timonel aminora hasta llegar a una velocidad estable, donde el rechinar de los tornillos es menor, y el bamboleo del bote es más tolerable. Andy sintiendo ya un poco más de nostalgia mira hacia atrás buscando la tierra de las frustraciones, pero también donde quedaron muchos amigos. Su vista busca a todo lo largo de la costa, que poco a poco deja de ser un borde irregular en la penumbra, para transformarse poco a poco en el leve movimiento de unas colinas, en una de las tantas llanuras de Cuba. La noche se llena de estrellas y de pronto se siente totalmente quieto. No hay mar moviéndose debajo de él, no hay olas rompiendo que lo bañen con un rocío.

Sentado en la tierra, acampando con sus amigos en una llanura cercana a la capital observa al fuego, con una vara revuelve las llamas hasta que un viento rasante al suelo se mete por debajo de las brasas, y levanta fragmentos de rescoldos brillantes, que se dispersan en la llanura aun húmeda de la lluvia de la tarde.

—Caballero tengo que decirles algo…

Daniel tirado sobre al pastizal se endereza y mira de reojo a sus amigos. Alejandro del otro lado de las llamas tira una mirada a los otros, y sigue en una mesa improvisada preparando el pollo que se robaron por el camino. Andy se mantiene callado, está demasiado adaptado a las pausas dramáticas de las películas.

— ¡Habla hombre! —Daniel se sienta, y espera algunas palabras serias.

—Me voy a ir en una lancha.

— ¿Cómo qué te vas? —Es la pregunta que los amigos lanzan.

—Ya lo intenté una vez, pero no se pudo.

— ¿Compadre estás seguro del mar? —Alejandro suelta el cuchillo.

—Del mar nunca se está seguro mi hermano, pero no tengo dinero para irme cruzando fronteras… tampoco esperanzas cercanas de tenerlo. Es eso o nada. No queda de otra.

— ¿Cómo es eso de que ya te tiraste una vez? —Daniel se estruja las manos, la noche se está enfriando.

—Hace dos meses, nadie sabía nada.

El viento que entra a la isla y que a veces se empeña en estirar la porción de tierra, remueve los anclajes de la tienda de campaña. La noche poco a poco cambia, las estrellas crecen, pero el frío del monte a sus espaldas hace que los muchachos se estremezcan, con la idea del mar, y con la idea loca de acampar en el medio de la nada.

—Pero… ¿Cuándo pasó todo eso asere? —Alejandro rodea el fuego y se sienta en la hierba.

—Fueron días en los que me conectaba poco y la verdad como la cosa fracasó, para qué contarle a alguien. Pero ahora es más seguro. Ya la lancha está lista, es cuestión de decidir una fecha.

—¿Y tu hermana? —Daniel mastica un pedazo de caña, tiene hambre, y sabe que el pollo demora.

—Se va conmigo.

—¿Y tu mamá? —Daniel escupe el bagazo.

—Ella sí se queda. Alguien tiene que encargarse de las cosas que quedan en Cuba. La idea es sacarla después, cuando Sofía y yo nos legalicemos.

Desde la colina se pueden ver las luces de un pueblo, al lado un plantío de cañas y más allá un fragmento de montaña sola, parida por el mundo en el peor lugar en el que puede nacer algo. Unos gritos llegan hasta los muchachos, unos de alegría. Quizás la gente disfruta la corriente, el poder verse el cuerpo.  Últimamente ya nadie sabe la planificación de la luz, pero ahora a los muchachos no les importa, a ellos solo les interesa la permanencia del fuego, y la supervivencia de sus estómagos en un país donde ya ni siquiera abunda la caña.

Andy se levanta del pasto, en la ropa le queda impregnada pequeños fragmentos de hojas secas y piedras tan trituradas por el tiempo, que dentro de unos años ya serán polvo.

—Ya no quiero tener hambre, ni mirar la silueta de mi madre a oscuras, no quiero oír de nuevo los mosquitos zumbando en mi oído. No quiero tener que seguir viviendo en una casa rota, mirándome el bolsillo vacío.

Los amigos se quedan en silencio, solo los acompaña el crujido del fuego, ellos tampoco quieren seguir en Cuba, ya nadie quiere seguir en Cuba, ni siquiera el fuego. Andy camina unos pasos y se aleja de las llamas, colina abajo hay un pequeño río. Alguien le enseñó cuando niño que todos los ríos van al mar. Sale corriendo y se tira al agua, al pequeño riachuelo que corre por el llano y que según dicen alimenta una camaronera. Agarra una gran bocanada de aire y se sumerge. Nada buscando el fondo, buscando tocar el final de Cuba, pero a 5 metros de profundidad solo asoma otra superficie, otra noche y otras estrellas. A 5 metros de profundidad saca su cabeza y se ve a sí mismo, en la popa de un bote, timoneando su peregrinar oceánico, adentrándose en una tormenta gigante que no ha dejado espacio de cielo sin cubrir. A 5 metros de profundidad y respirando el oxígeno de la superficie del Atlántico, piensa que dentro de unas horas, y con una distancia parecida y a la inversa él ya no estará vivo.

continuará…

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