El clan del Golfo (V y final)
Andy es un joven que sufre el hastío de vivir en Cuba, siente que se ahoga, que cada día su vida se reduce y su futuro importa menos. Está en un punto de inflexión en el que sabe que tiene que hacer algo para escapar, de lo contrario su vida nunca será diferente. La solución que encuentra es drástica, pero es su única salida.
«El clan del Golfo» es un cuento largo que he decidido publicar en 5 entregas, esta es la quita y final
2:00 AM
Cuando el sueño tiene a todos cabeceando, el presunto ojo del huracán, para volverse aún más extraño, les muestra a los balseros como una de las paredes de lluvia va decreciendo. El eje de circulación, por algún motivo, se había desplazado hacia el borde del área de tormenta, y ahora dejaba a los balseros en una zona totalmente en calma, sin llovía y sin marejada.
Lo único visible es el horizonte convulso que se aleja de ellos. La tempestad los deja en una madrugada fría pero con estrellas sobre sus cabezas. La gente mira al cielo como si estuvieran viendo una visión, se dan cuenta que finalmente están fuera, ahora sí los gritos y saltos estremecen la noche, la lancha se tambalea ante la alegría.
—¡Salimos! ¡Salimos! —todos gritan y se abrazan. Todos lloran.
Nunca habían sentido la muerte tan cerca, nunca habían tenido a la señora de la hoz apuntando su guadaña a la garganta de ellos. Andy aliviado se desmorona sobre el timón y respira, respira como lo hacen las embarazadas porque un gran dolor acaba de salir de él, ha expulsado todo su miedo, y el miedo de perder a su hermana. Ella aun sentada en su sitio también hace lo mismo, hasta que la mirada de ambos se encuentra y se pueden sentir en paz.
La balsa todo ese tiempo se había mantenido con el motor apagado, expectante a cuál era el destino. Carlos cuando finalmente también se siente fuera de peligro grita:
—Vamos muchachos enciendan eso y vámonos de aquí —era claro que tocaba seguir camino.
Andy mueve la llave de arranque y la propela echa a andar. Sin los equipos de dirección toca ir a tientas, o al menos hacía donde los buenos ojos de Pedrito digan, este mira al cielo y tratar de descifrar las constelaciones. Pero Andy nunca dudoso de la dirección que le da Dios apunta la lancha 10 grados al oeste a partir del rumbo señalado.
Como último paso antes de avanzar más pasan revista de la gente, no fuera a ser que alguien más hubiera caído por la borda. Pero no, aparte de la ya muerta, nadie se había perdido en el mar. Lo que sí notan es que con el zangundeo la mitad de la comida había caído por la borda. Solo tienen para medio día más. La gente a esa hora, con los estómagos en calma entonces decide apaciguar el hambre y comer. Los turnos para sacar agua vuelven a su lugar. La tormenta aflojó algunos remaches y entre la que se cuela por el hueco de la propela ya se acumula un poco más. Lo bueno es que, con la comida perdida y la pasajera muerta, hay menos peso para que soporten los ya mallugados remaches. Con los turnos acomodados y la gente con algo en el estómago es fácil volver a dormir. La noche ha mutado a algo etéreo, no hay más sufrimiento que el de sentirse perdido en el mar.
5:00 AM
Con el nuevo día casi encima de ellos el norte ha dejado de ser una dirección en la cual confiar. A lo lejos ya se pueden ver luces, grandes luces de ciudad; pero son distintos puntos, distintas distancias, y no falta el rumor pesimista de los que han pernoctado y ahora dicen que la tormenta los ha hecho retroceder, que realmente lo que se ve son Las Bahamas, que su destino va a ser que los deporten.
Andy con el oído aguzado puede oír con claridad aquello, pero hace caso omiso, en su corazón no puede entrar el miedo, todo se la había salido de golpe al final de la tormenta. Lo que las luces por momentos se alejan, se apagan y encienden. Los rumores de las alucinaciones son reales, la gente por la deshidratación, por la falta de sueño, por el sol intenso, o por la misma sensación de vastedad que da el mar empiezan a ver cosas irreales, deseos que se materializaban.
En ese momento algo se quiebra, el sonido seco del metal que se parte resuena entre todos los balseros y en menos de un minuto, el motor comprimido por la fuerza de un rotor que no se mueve comienza a calentarse más y a echar humo.
—¡Apágalo! ¡Apágalo! —Carlos salta entre la gente.
Todos asumen y vociferan la misma orden, Andy que ya se disponía a apagarlo mueve la llave y poco a poco las revoluciones comienzan a bajar y el humo a disiparse. Gustavo finalmente con toda la bulla despierta.
— ¿Qué pasó? —pregunta el viejo timonel soltando la modorra.
—El motor, algo crujió, como si se hubiera partido y después empezó a sobrecalentarse… no sé qué pudo haber sido —Andy se quita la gorra y se rasca la cabeza, aun con el pelo mojado por la tormenta.
—Algo trabó la propela —Gustavo se levanta de su sitio, agarra una de las linternas y se asoma al agua mientras se estruja los ojos.
La noche mucho más en calma parece dispersarse; a medida que se acerca el día la gente siente un poco más de esperanza, de refugio. Ya el mar no parece tan basto porque los márgenes del mundo están más cercanos y, por ende, el sol. Aunque a esa hora todavía es un rumor, un indicio, la noche sigue vigente, y esta acapara todas las miradas, enturbia todos los corazones.
—¿Qué crees que haya sido? —Carlos se asoma también.
—Puede haber sido una red de pescadores, o algún pedazo de plástico…en definitiva: alguna mierda de las que tiran los marineros de los buques.
—Nos abandonaste —Carlos no desaprovecha la oportunidad de recriminar al viejo.
—Que yo sepa sigo montado en la lancha —Gustavo no pierde su tiempo en mirar a los ojos del líder del grupo.
—¿No sentiste la tormenta?
—La sentí, pero estaba demasiado cansado… Además, Andy lo hizo bien, seguimos vivos, eso dice mucho.
—Gracias Gustavo —el moreno aun sosteniendo el timón levanta la mirada.
Pedro que hasta ese momento se había mantenido en silencio lanza un grito de victoria.
—Recuperamos la señal —el navegante levanta el equipo y enseña la conexión satelital restablecida. El equipito automáticamente comienza a recalcular la posición del bote y cuando el pitico seco se escucha, el muchacho comprueba lo que ya temía. —Estamos en agua territoriales americanas, tenemos que avanzar, si nos cogen los guardafronteros nos viran.
Gustavo que se había mantenido escudriñando el mar cuando escucha la noticia del muchacho sabe que ya no hay más tiempo que perder.
—No se ve nada, hay que meterse al mar —el viejo timonel se quita la camisa y sin pensarlo dos veces se tira. —Vacíen dos o tres pomos de formol.
Una de las mujeres el grupo, encargada de vigilar la sustancia, agarra un porrón de los grandes y saltando entre la gente lo vierte en los alrededores de la lancha. La barcaza estática parece el naufragio infinito de un sueño. Yacen ahí, en medio de la nada, totalmente desprovisto de suerte. Carlos agarra otro porrón y lo vierte en la popa, los viejos navegantes dicen que ese químico es el remedio más eficaz para espantar tiburones. Ellos nunca habían comprobado con sus ojos el efecto, pero prevenían que a Gustavo uno de esos bichos les arrancara una pierna. La gente aún estaba triste por la muerte, pero no la mentaban, no decían nada de ella. No querían invocar otra desgracia.
—Andy ¿qué le pasó a la vela? —el viejo desde el agua lanza la pregunta.
—La partió un rayo, la perdimos en la tormenta.
En ese momento el viejo estira sus manos a la baranda del bote y de un brinco cae en el interior destilando agua de mar.
—El perno que une la barra de transmisión con la propela se partió —todo el mundo suspira del susto sin saber las implicaciones de aquello. —Tenemos dos opciones: primero tratar de arreglarlo y segundo forzar el motor así mismo. Si nos ponemos a repararlo lo más seguro es que nos cojan los guardafronteras, esa gente tiene radares buenos, no las mierdas que hay en Cuba. Con la segunda opción, corremos el riesgo de que se rompa completo, tengamos que arreglarlo y que igual nos cojan los guardafronteras. Pero sí logramos que esta mierda arranque así mismo tenemos posibilidades de llegar a tierra, y de allí sí nadie nos puede virar… —la gente murmura. —No tenemos tiempo que perder, ahora tenemos la madrugada de nuestro lado, pero dentro de nada va a amanecer, tenemos que decidir rápido. ¿Carlos?
El viejo se queda a la expectativa del líder, pero el hombre no dice nada, el miedo le ha comido el corazón, se lo ha engullido entero. Carlos no sabe qué hacer. Le tiemblan las piernas de solo pensar que si los cogen los devuelven, tiene demasiada hambre en el cuerpo, no aguantaría otra temporada en Cuba. Pero también le tiemblan las piernas con el mar, a todos les pasa, todos sienten pánico de quedarse a la deriva en una barca mal trecha y terminar como Mercedes, descuartizada por los tiburones.
Cuando Gustavo ve que el silencio impera y que el tiempo apremia, mira a Andy y puede ver con claridad la fe del muchacho, la misma fe que había sacado a todo el grupo de la tormenta.
—¿Qué hacemos? —le pregunta el viejo timonel, y esta se cuela por los ojos del muchacho hasta encontrarse con el fondo de su memoria y el déja vú de verse ahogado, flotando en el inmenso mar. Pero como ya no hay miedo dentro de él, no siente nada que lo limite, y solo contempla la opción que puede ponerlo en tierra firme.
—Vamos a arrancar el motor —la gente salta con la respuesta, dos o tres mujeres sueltan las lágrimas, y la luna que hasta ese momento los veía acompañando se hunde en el mar, tragada definitivamente por una ballena azul.
Andy gira la llave, la batería le da el choque eléctrico que necesita el motor, los pistones comienzan a moverse, el rotor trancado se escucha chirrear, algo nuevamente cruje, el humo de la combustión estancado por la falta de viento se mete en los pulmones de los balseros y la gente tose. Tose como si estuvieran expulsando Cuba de sus pulmones porque lo que ya respiran es oxígeno de otra frontera. La barra de transmisión se tensa, la gente se orilla porque piensa que el motor va a explotar; y cuando ya parece que es el fin de la expedición, algo se parte de manera total y la propela se mueve, abre el mar al medio y la lancha levanta su cabeza como si fuera una de esas originales que han sido diseñadas para elevarse y surcar el agua como si fuera un vuelo a baja altura. Cuando la gente se da cuenta que avanzan aún más rápido de lo que antes lo hacían gritan, aplauden, se abrazan y de las luces que se ve en el horizonte solo una se hace clara, y el muchacho de las grandes decisiones la sigue, solo con su juicio, solo con su fe. Ya nadie protesta.
8:00 AM
Con el sol ya reventándoles la piel, dándoles un poco más de mar y del plato infinito sobre el cual se reflejan, ven a Key West, ven los edificios, las palmeras, los yates y lanchas rápidas que los rodean, que los miran como extraños, mientras ellos se adentran a la opulencia, al lugar en el que pareciera que todos son ricos. Están cerca de la playa, van a incrustarse contra la arena, van a romper la nube de gringos que los mira llegar. A lo lejos se escucha el llanto de las sirenas. A 40 metros hay tierra, a 40 metros nadie los puede regresar, y como si alguien pusiera en juego eso, sumado al desespero, cuando el fondo del bote comienza a chocar contra pequeñas montañas de arena, la gente se lanza al agua, y nadan. En la arena una yuma celular en meno transmite en directo, habla inglés, señala a la nube de migrantes, grita: help help y por lo artilugios del algoritmo, el breve tiempo en el que transcurre aquello el video se hace viral y en la Isla otro muchacho que anhela el túnel de Key West a La Habana lo ve, y este con menos juicio que Andy, confiando en sus dotes de nadador olímpico se tira al mar, para cruzar a nado el estrecho de mar más largo creado por Dios.