El breve camino

Vivo no muy lejos de un albergue de peregrinos. Los veo allí todas las tardes descansando en las escaleras de piedra, a pocas cuadras de la Plaza Mayor; esperan que abran las puertas y los dejen entrar. Algunos dicen hacer cuarenta kilómetros por día, cuando las jornadas todavía son frescas y no hay olas de calor que derritan a Europa.  De tanto verlos desfilar por la ciudad, de ver sus mochilas en procesión buscando la ruta de las conchas o la gruta de los pasos perdidos, decidí imitarlos e irme a Santiago.

Hacía no mucho, en un regreso necesario de Madrid, compré por veinte módicos euros un boleto que me permitía viajar ilimitadas veces de Compostela a Ourense y de Ourense a Compostela, pero quizás la rezagada vocación estática que Cuba te obliga a tener me había impedido dar antes el paso.

Me fui el martes sobre las nueve de la mañana, solo, totalmente solo. Es cierto que no me transportaban mis piernas, ni que aquel viaje de un día iba a implicar un esfuerzo sobrehumano, pero decidí crearme un personaje, un motivo para ir hasta la ciudad en la que se presume está enterrado el Apóstol Santiago. Llegué a una estación atiborrada de gente, sobre todo turistas y estudiantes; ni siquiera perdí tiempo tratando de situarme como extranjero. Lo primero que hice fue ir a la Catedral. Subí las colinas y los varios caminos que llevaban al otro antiguo corazón de la cristiandad, mientras a mis pasos se sumaba gente, hasta pronto ser una mar.

Había desde el típico turista blanco lechoso, proveniente del norte más al norte, hasta voces hispánicas con todos los acentos del castellano. «¿Qué pasa en Santiago que tanta gente viene?» Ya no se puede decir que haya muchos cristianos, gente que haga ese viaje por una vocación o fe. Pero fui tonto, verdaderamente tonto por pensar tanto antes de llegar al final del camino. Parado en el medio de la plaza comprendí porque la gente sigue haciendo la vereda de los mil años. Cuanta belleza hay en el mundo y nos puede ser ajena.

Tirados en el suelo de piedra había cientos de personas, sobre todo los recién llegados, los que cargaban aún sus mochilas, y se acostaban para que el sol opaco de Santiago los bañara, los que se abrazaban y decían: «Hicimos el camino». Todos tenemos que hacer el camino, no puede existir tanta maravilla oculta. Llegaban grupos y veían los pináculos, las esculturas, los decorados. Gritaban de la emoción por estar allí.

Caminando otro poco llegué al Parque de la Alameda y encontré el mirador desde donde se podía la cumbre de la Catedral. Lo único que faltaba era que Alfonso IV me pusiera la mano en el hombro y me dijera «Usted es súbdito del reino». España tiene tanta historia que a veces es difícil respirar la vastedad. Asumo que el mío fue un breve camino, dos pasos de nada. Solo me queda volver, pero buscando el origen del cual seguramente provenía la pareja que, tirada frente a la puerta de una capilla, dormían sobre sus mochilas acompañados de su perro, un labrador negro que los tapaba con la cola y se regodeaba en el frescor de la piedra.

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