El caminante blanco

Todo el mundo me decía: espera la nieve. «Aquí hace tanto frío que todo se pone blanco, ya lo verás, espera la nieve». Y todas las mañanas durante un mes miré a través de mi ventana para comprobar si el frío de la noche anterior había hecho que el cielo se congelara. Pero nunca fue así, al menos este año en El Bruc no nevó, ni siquiera en la cumbre de Monserrat.

Tampoco era que tuviera tantas ganas. Gritaba: ¡mierda! cada vez que estaba fuera y el viento me golpeaba, porque sí, el cabrón te caía a golpes, estando a 5 grados te caía a golpes, y después de recibir tantos palos, qué ganas podía tener uno de ver todo blanco. Al final yo ostento una condición especial, soy cubano, cubano del Caribe, cubano de short y chancletas en toda la Isla, de veranos intensos y algún que otro frente frío. Toma tiempo ser parte del invierno, llegar a Noruega y convertirse en un caminante blanco.

En Barcelona la suerte fue que nadie trajo consigo el hielo y la escarcha, aparentemente la noche blanca era difícil de jalar. Y fue bueno porque enero se desvaneció como el humo de nuestra chimenea y en los primeros días de febrero, ni siquiera hicimos el esfuerzo de buscar madera para calentar el cuerpo. Ya no había que preocuparse por una repentina nevada, poco a poco las enormes paredes de piedra de la casona comenzarían a sacudirse de la humedad. El mejor augurio era que los almendros ya habían florecido y era extraño verlos diferentes a los de Japón, aunque nunca había estado en Japón. Mi única visión de aquellos árboles provenía de las “cintas donadas por el gobierno nipón a Cuba, en conmemoración de los 400 años de amistad”, o algo así.

Pero me regodeaba en caminar por el bosque sintiendo el tenue sol europeo filtrado por los pinos, el mismo que ponía feliz a las muchachas. Con 15 grados allá estaban ellas, afuera, respirando azul clarito.

Y fui iluso cuando me monté en el tren hacia Galicia, Martine me había dicho acerca de la capa para la lluvia, de que quizás más al norte quedaba invierno, pero yo decía: «que va, ya es marzo». Y sobre las 3 de la tarde cuando alcanzamos el País Vasco las nubes y la lluvia empezaron a perseguirnos, y luego a las 5 cuando el Renfe se adentró en las tierras altas de Soria, finalmente puede ver a través de mi ventana, un remanente blanco al lado de las líneas, que a medida que enrumbábamos a Galicia se convertía por completo en una manta albina que me mostraba otra cara de España.

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