Solo se me ocurrió preguntar
Mi abuela durante buena parte del año suele estar en la puerta de la sala, casi a pie de calle. Arrastra el taburete hasta el portal, lo pone en la puerta a modo de barricada y antes de sentarse da una mirada chismosa al barrio. Se apoya sobre el enrejado del portal y mira a cada lado de la calle como si fuera a cruzar, pero lo único que busca es ver quién pasa. En la mano izquierda suele estar un pedazo de tela, un pantalón viejo, una camisa rota, en la derecha la tijera.
Su vida se ha fragmentado mucho luego del retiro, su misión principal son sus pollos y tejer alfombras, tapetes o confeccionar colchas, mantas para el invierno. Comienza en abril cuando ya el frío ha desaparecido y a las 10 de la mañana el sol tiene el aire haciendo lengüetas sobre el pavimento, cuando no hay forma de pescar un catarro. Entonces se sienta justo en la entrada buscando toda la luz.
Mi abuela hace mantas enormes con retazos de tela, cuadrículas de mezclilla, poliéster, algodón. Todo unido, multicolor, con diferentes texturas, una especie de abrigo de carnaval. Guarda bolsos llenos de retazos y ropa vieja, y antes de iniciar el nuevo proyecto pasa por la casa haciendo una colecta, de lo que un esté vivo y resista saldrá una manta con forro interior, quizás para la casa, quizás para hacer algún regalo, o incluso hasta la venda, mi abuela tiene ciertas mañas para las ventas. En Cuba toda la ropa tiene un ciclo, un proceso de degradación: de salir, de trabajar, de andar, para dormir, trapo de mano, colcha de trapear el suelo, inmundicia final que ya no se puede identificar procedencia, entonces y solo entonces es cuando algo va a la basura.
Quizás por eso tengo en mi escaparate dos pantalones rotos. El primero lo tengo guardado desde hace casi 4 meses, sobrevivió hasta una mudanza de continente; el segundo está ahí desde hace dos semanas, fue un regalo hecho en Madrid, unos Levis vintage, que ciertamente usé demasiado. Creo que los guardé por nostalgia, pero sin intención de arreglarlos, mucho menos con voluntad para llevarlos a un sastre, pero un impulso interior me contenía y creaba una incertidumbre con su nuevo destino. No se dona ropa rota, no se puede vender tampoco en las aplicaciones de cosas de segunda mano, mi abuela no está en España.
Por ridículo que parezca, solo se me ocurrió preguntar, y sí, la respuesta fue la basura.