Prólogo de un bar
Los cuentos son el principio del mundo, y como cualquier principio comienzan con el flujo continuo de la vida, y Charles y Guillermo; porque imagino a Bukowski en Cuba sentado en un bar, sentado en la barra del Salón Rojo, tomándose una línea doble de ron, buscando con la nariz algo que puede ser olor a putas, mientras que con unos espejuelos escuetos aferrados a su nariz sigue de manera lenta y cavilante un manuscrito. Del otro lado, Vidal como si fuera su amigo de toda la vida, no toma ron, pero también busca con la nariz el olor a putas y espera a que su colega termine “La máquina de follar”, para él entonces revisar “Matarile”, y ambos después de una racha de eternos manuscritos, criticarse y repensarse las palabras, y hablar de los hijos literarios que tendrán, de cómo surgirán voces que a puro golpe de homenaje escribirán obras como el principio del mundo. Todo eso pasa mientras van cayendo las hojas sobre la mesa, y se mojan las puntas en el sudor del vaso de ron a las rocas.
Maikel sentado en ese mismo bar, observa a los que él mismo ha considerado como sus maestros, los ve debatiendo, afanados en la lectura, mientras él, esquinado en la cantina, solo con el amparo de una luz escueta, escribe estas revelaciones que tiene por cuentos. «Revelaciones» como el nombre que le pusieron los Testigos de Jehová al «Apocalipsis». «Revelaciones» como las de Rasputín en una de sus sesiones de espiritismo.
Este no es un libro mágico, ni un libro que mira con devoción al cristianismo, pero tampoco es pagano. No es nada más, ni nada menos que la concatenación de la verdad, y de lo turbio que es este mundo. Sirve este libro para reflejar un país, y sobre todo una ciudad, y como ramificación el campo que la rodea. Esta es una obra que se aferra a lo conocido por el autor, a los amigos escritores que tuvo, a las formas en las que transcurrió la vida y las muchas y terribles historias que han marcado a Maikel. Es pues una simbiosis, un coctel simbólico en el que varios elementos de los referentes del autor se mezclan y dejan ver. Uno escucha la voz de Tony Borrego leyendo su “Discurso de un hombre solo” y uno cree que está realmente solo, solo en el ejército, solo como en los 90, solo como un marginado.
Entonces recuerdo a Eco y sus estudios sobre la semiótica y Jon Alpert, el periodista, con su documental de 40 años sobre Cuba. Este libro de cuentos es un retrato, la representación literaria de un país que por irreal parece distópico, pero no se deje engañar querido lector, en estas páginas no hay ciencia ficción, lo que abunda es el realismo sucio, ecosistema natural de este país, de esta Cuba en donde habitan Maikel Sofiel, y sus personajes. Las inmundicias eventualmente van creando una loma que levanta la alfombra y no le queda a uno, ciudadano de esta Isla, otro remedio que zambullir, sortear o ajustarse a esta realidad.